Esa noche se animó a salir de su cueva en la que había estado encerrado durante veinte años. Su vida hasta ahora había sido un paseo de dos pasos entre fotos de niñas desnudas, comida en ingentes cantidades y la repetición de las horas sin ni siquiera el eco que las acompañara. Ataviado con una amplia gabardina y un gorro de visera salió del portal de su casa. Observó a las personas que paseaban cerca y los edificios que le envolvían y comprobó que nada había cambiado durante esos veinte años, ni siquiera durante los últimos quinientos años, como tampoco él. Se dirigió por entre las calles húmedas a un pequeño bar que solía estar abierto las veinticuatro horas del día.
El ambiente era denso, plagado de humo y de miradas desafiantes y curiosas. Encontró un hueco en la barra, justo enfrente de la mesa de billar de un verde descolorido, y dejó caer sus mórbidas carnes sobre un taburete de madera. Solicitó con desgana la típica cerveza sin gas que allí se servía como bebida estrella. Y se dejó llevar por sus pensamientos desalentadores.
- ¿Porqué no te largas a otro lado y dejas de ocupar diez sitios en la barra, gordo de mierda?
La pregunta le hizo volver a la realidad, una realidad hecha del mismo material denso que sus pensamientos. Plantado tras él, un joven de cuerpo musculado, torera sintética abierta dejando ver su perfecto abdomen, y unas gafas de sol que brillaban al igual que sus dientes. Lo que él nunca pudo ser.
- Ya me voy – le contestó.
Se bebió de un trago lo que quedaba de cerveza y lentamente se dirigió a la puerta mientras escuchaba las mofas de los que dejaba atrás. Nunca habían contemplado antes a un monstruo tan de cerca. En otras circunstancias, todo habría acabado en masacre y él como carnicero exultante, pero ahora ya no tenía ni fuerzas ni ganas de mover un solo dedo por nada. Estaba cansado. Estaba harto de todo.
Lo único que hubiera necesitado era un abrazo.