Todo ocurrió tras la noche del Banquete. Un error, hizo que uno de los muertos escapara del redil y se aproximara a la zona de los vivos. No era momento de buscar culpables, pero lo haría. Ahí, erigido en su rictus muscular que le desproveía de humanidad, ese hijo de la mutagénesis observaba impávido y grotesco al niño plantado frente a él.
- Papá...-
Me cagué en todos los putos muertos. Me acerqué sigilosamente hacia ellos, con el objetivo de no despertar el instinto de la carne de ese recién convertido a zombi deforme. De nuevo, como soldado, actuaba mecánicamente como me habían enseñado. Comenzó a gruñir, cuando el que parecía que en su día fue su hijo, levantaba su pequeña mano blanca de sietes dedos hacia él.
Conseguí interponerme entre ese pequeño y la criatura en la que se había convertido su padre, gracias quizás a alguno de mis mordiscos. Miré en la profundidad de sus ojos vacíos, y lo que sentí me abrumó. Era la primera vez que tenía la sensación de que este tipo de monstruos expresaban algo. Como si reconociera lo que sucedía en ese instante en lo más profundo de su podrido interior. Me miró y sentí su súplica. ¿Cómo iba un padre, diseñado evolutivamente para proteger, hacer daño a su hijo aún estando en el fondo de los infiernos? Se encontraba luchando sin cuartel contra el monstruo que se abría paso en sus pústulas sangrantes. Me rompí por dentro al saber que siempre habían restos de humanidad en todos nosotros, seamos quién seamos.
Cogí de la mano al muerto viviente y me lo llevé lejos de allí. Y así es como me comenzaron a llamar durante toda la Batalla de Hélike: el "Pastor de los muertos".
Un pastor, que estaba más muerto que su propio rebaño.
A.S.