- Hijo de puta... - susurró como podía Irune. Un maxilar fragmentado en tres es lo que tiene. Imposible vocalizar y mantener cierta dignidad.
Frente a ella, él. Sus botas brillaban, como siempre. El de rostro hierático ni siquiera la miraba. Sus ojos siempre enfocaban unos centímetros más a la derecha de las cuencas de sus víctimas. Esta vez, enfocaban a algún lugar de la pequeña cocina de la inspectora. Irune le apuntaba con su arma reglamentaria en un último esfuerzo de supervivencia de especie. Más un reflejo que un comportamiento verdaderamente racional.
- No les...hagáis daño... por favor...- hasta en sus últimos momentos, una madre, rendirá cuentas a su instinto mamífero. La ley del útero, las normas de la impronta.
El hombre más parco en palabras de Hélike ofrecería un espectáculo inaudito. Pronunciaría palabras hacia quien ya no poseía tiempo.
- Tu verdad, pone en peligro al Estado. El estado, cuidará de ellos.- Ni siquiera ofreció una mueca que delatara que alguna vez, Exequias, hubiera pertenecido a la tribu humana.
Ella emitió el grito desgarrador, ese que pone a todos en nuestro sitio y delata nuestra condición. Él, inmóvil, tuvo la delicadeza de dejarla vaciar su cargador contra su vetusto cuerpo.
Ahora el Estado, velará por su progenie.